Durante décadas, vender fue sinónimo de interrumpir.
El que gritaba más, ganaba. El que repetía más veces, vendía más.
Se confundía la atención con el impacto, el interés con la saturación.
La publicidad se volvió omnipresente, intrusiva, agotadora.
Y el consumidor, en defensa propia, aprendió a desconfiar, a bloquear, a filtrar.
Se crearon estrategias no para comunicar mejor, sino para esquivar el rechazo: pop-ups, promociones engañosas, urgencias falsas.
El resultado fue claro: la erosión progresiva de la credibilidad.
Hoy sabemos que la confianza no se impone.
Se cultiva. Se ofrece.
Y sobre todo, se respeta.
El marketing posthumanista no grita. Escucha.
No busca volumen, sino resonancia.
Porque la conexión auténtica no necesita levantar la voz. Solo estar presente en el momento justo, con un mensaje que merezca quedarse.