Hubo un tiempo en que el marketing digital se obsesionó con los números.
Clicks, impresiones, tasa de apertura, retención de segundos. Cada métrica prometía traducirse en influencia, ventas, poder.
Pero la ilusión era frágil.
Porque los clics no significan conexión.
Las métricas no miden transformación.
Y los números, sin profundidad, no construyen legado.
Nos enseñaron a optimizar sin preguntarnos:
¿Qué queda después del impacto?
¿Qué vínculo nace tras la conversión?
¿Quién se convierte en defensor cuando solo ha sido un consumidor?
Este error de enfoque nos llevó a sacrificar lo esencial por lo cuantificable.
A diseñar para el algoritmo, no para el alma.
A perseguir la viralidad como si fuera sinónimo de verdad.
El marketing posthumanista rectifica esta ruta:
Ya no busca clics, busca resonancia.
Ya no persigue alcance, cultiva significado.
Ya no se pregunta “¿cuántos?”, sino “¿cuánto ha cambiado la vida del otro gracias a esto?”
Los datos son útiles, sí,
pero sin conciencia se vuelven ciegos.
El nuevo éxito es invisible para los antiguos sistemas de medición.
Porque habita donde la conexión auténtica transforma la percepción.