En su afán por innovar, muchas marcas han adoptado la inteligencia artificial como un atajo hacia la eficiencia, la viralidad o la personalización extrema. Pero a veces, la velocidad supera a la reflexión, y el resultado no es un avance, sino un tropiezo.
Uno de los casos más paradigmáticos fue el de una cadena global de moda que implementó una IA generadora de descripciones para sus productos. El sistema, entrenado con datos sesgados, comenzó a asociar automáticamente ciertos estilos con grupos étnicos o sociales, cayendo en estereotipos ofensivos. El error no fue técnico, sino ético. Nadie revisó el filtro humano. Nadie cuestionó si los datos que alimentaban a la IA reflejaban valores justos o simplemente repetían prejuicios del pasado.
Otro ejemplo más reciente: una empresa del sector salud usó IA para responder consultas de clientes. En un momento delicado, un usuario con síntomas graves recibió una respuesta automatizada sin matices ni contención emocional. El escándalo fue inmediato. La falta de empatía, de contexto, de humanidad, mostró el límite de la automatización descontrolada.
Estos casos no condenan la IA, pero sí exponen una verdad: la inteligencia artificial no sustituye el juicio humano, lo amplifica. Si no hay conciencia detrás, amplificará inconsciencias. Si no hay ética, amplificará errores.
En el marketing posthumanista, no basta con saber lo que una IA puede hacer. Hay que preguntarse qué debe hacer y qué no. La tecnología debe estar al servicio de una comunicación más consciente, no de un poder impersonal que desconoce las consecuencias.
Aprender del error ajeno es una forma de inteligencia. Pero evitar repetirlo, exige algo más: integridad.