En una cultura obsesionada con el rendimiento, hemos confundido productividad con actividad constante. Nos enseñaron que hacer más es mejor, que estar siempre disponibles es señal de compromiso, que toda pausa es pérdida.
Pero producir no siempre es sumar. A veces, producir es detenerse.
Desconectarse —del ruido, de la agenda, de la validación externa— no es huir, es regresar. Regresar a una dimensión más profunda donde se gestan las ideas verdaderas. En esa pausa, en ese silencio sin expectativas, la mente deja de reaccionar y comienza a crear.
Los momentos más lúcidos no suelen llegar en plena reunión ni durante un bombardeo de notificaciones. Aparecen en la ducha, en el paseo sin rumbo, en la tarde que parecía “improductiva”. Porque ahí no mandan las tareas: manda el pensamiento. Y ahí empieza el verdadero acto de producir con conciencia.
Desconectarse también produce. Porque solo el que se permite no hacer, descubre lo que realmente importa hacer.