Cada decisión algorítmica lleva implícida una ética, aunque nadie la haya formulado.
Detrás de cada recomendación, cada filtro y cada modelo predictivo, hay una interpretación del mundo que alguien —o algo— ha codificado.
Detrás de cada recomendación, cada filtro y cada modelo predictivo, hay una interpretación del mundo que alguien —o algo— ha codificado.
La pregunta esencial no es si la inteligencia artificial puede ser ética, sino de quién es la ética que estamos automatizando.
El peligro no está en la IA, sino en la indiferencia moral de quienes la programan.
La ética posthumanista exige una transparencia radical: comprender las decisiones que tomamos a través de las máquinas como si fueran nuestras.
Solo así la inteligencia artificial dejará de ser un espejo del sesgo humano para convertirse en una extensión de nuestra responsabilidad colectiva.
El futuro no necesita algoritmos perfectos, sino conciencias ampliadas.