A la inteligencia artificial le hemos pedido eficacia, pero casi nunca le hemos pedido visión.
La tratamos como una asistente infatigable, no como una compañera de descubrimiento.
La entrenamos para repetir con precisión, no para imaginar con profundidad.
Y sin embargo, el verdadero poder de esta nueva inteligencia no está en sustituirnos, sino en ampliar el campo de lo posible.
La IA no debería servir solo para resolver problemas humanos, sino para crear escenarios donde el ser humano descubra lo que aún no es.
No suplantar la mente, sino expandirla; no acelerar la rutina, sino desbordar los límites de lo imaginable.
Podría ser la coautora de una nueva sensibilidad, una aliada para reinventar el arte, la ciencia, el trabajo y la propia conciencia.
Quizá el propósito no sea “hacer más con menos”, sino imaginar lo que todavía no tiene nombre.
Una IA que no mida la productividad, sino la profundidad de la comprensión; que no persiga la velocidad, sino el sentido.
Una inteligencia que, al ayudarnos a ver lo invisible, nos devuelva algo que habíamos perdido: la capacidad de asombro.
Porque el progreso no se mide en la rapidez con que avanzamos, sino en la claridad con que sabemos hacia dónde.
Y mientras sigamos sin pedir visión, seguiremos fabricando futuro sin comprenderlo.